Luis Valentín Ferrada Walker
Profesor Asistente del Departamento de Derecho Internacional, Facultad de Derecho de la Universidad de Chile
La Antártica constituye uno de los ecosistemas más prístinos de la Tierra y regula una serie de procesos atmosféricos a nivel planetarios. Además, a través de las corrientes marinas se vincula con todos los océanos del mundo. Por esta razón, fenómenos globales como el cambio climático necesariamente se relacionan con cuanto sucede en el sexto continente. Por ejemplo, la mayor temperatura de las aguas y el aire antártico han producido el adelgazamiento e inestabilidad del hielo marino, incrementándose el deshielo, la aparición de grietas y el avance de los glaciares hacia el mar. Estas masas de hielo flotante se licuan cada vez más rápido, aparecen nuevas áreas libres de hielo y disminuye la salinidad del mar en los sectores costeros. Todo esto ha favorecido cambios significativos en la biota antártica, asentándose especies exógenas y sufriendo las endógenas disminuciones o desplazamientos según su adaptabilidad a las nuevas condiciones. Un caso de singular relevancia es la disminución del kril en algunas áreas, ya que al ser la base de la cadena trófica antártica incide en la supervivencia o re-localización de muchas otras especies.
Frente a esto hay dos preguntas que urgen por una respuesta: Primero, ¿se puede hacer algo por detener este proceso?; segundo, ¿qué se puede hacer “en la Antártica” al respecto?
Lo primero enfrenta la complejidad científica de establecer cuáles son las causas finales del cambio climático y hasta qué punto estas dependen de la acción humana. Al respecto, hay un consenso extendido en que, con independencia de otros procesos que pudieran incidir, el factor antrópico ha sido determinante. Se plantea que estaríamos en la época geológica del Antropoceno, caracterizada, precisamente, por el impacto global de las actividades humanas en los diversos ecosistemas del mundo.
Pero la pregunta es un poco más precisa: más allá de la influencia humana, debe determinarse si el cambio climático es un proceso que se puede detener, paralizando sus efectos en la Antártica. Planteado en términos absolutos, la respuesta es negativa. Estamos frente a un desarrollo que, conforme a los conocimientos actuales, continuará su curso inexorable. Pero esa respuesta no puede dejarnos tranquilos. Tal devenir llevaría al término de la vida en el planeta como hoy la conocemos y, eventualmente, al fin de la especie humana. Por ello, aunque seamos incapaces de detener el cambio climático como proceso global, debemos realizar un esfuerzo mayor de adaptación y resiliencia, y en especial no agravar la situación existente. De hecho, a eso apuntan los compromisos adquiridos en el Acuerdo de París (2015, en vigor 2016) en el contexto de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (1992, en vigor 1994) sobre la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero.
Conforme al principio de las responsabilidades comunes, pero diferenciadas, resulta esencial determinar qué países y, en términos más amplios, qué sectores del planeta, están en mejores condiciones de colaborar en la reducción de emisiones. Esto lleva a considerar quiénes son los mayores emisores y, dado que no se desea –y sería incluso inmoral–restringir las posibilidades de progreso de los países menos desarrollados, también qué sociedades pueden disminuir sus emisiones sin grave detrimento a sus poblaciones o sin impedirles salir de la pobreza. Desde ambas perspectivas, cualquier avance significativo dependerá casi exclusivamente de lo que se haga en los países del hemisferio norte, a muchos miles de kilómetros de la Antártica.
Pero esta constatación no responde cabalmente la segunda pregunta planteada, sobre qué se puede hacer “en la Antártica” frente al fenómeno del cambio climático. Es posible afirmar en términos categóricos que no son las actividades antárticas las que lo producen o inciden en él de un modo significativo, pero la imperiosa necesidad de adaptarse, ser resiliente y no empeorar la situación existente es tan aplicable a la Antártica como al resto del orbe. Los cambios que está provocando el calentamiento global en el extremo austral del planeta deben ser objeto de una atención preferente para la comunidad científica, y también un potente incentivo para extremar las medidas de protección y conservación ambiental.
Este es un tema recurrente en las Reuniones Consultivas del Tratado Antártico, de su Comité de Protección Ambiental y de la Comisión para la Conservación de los Recursos Vivos Marinos Antárticos, pero los avances son más bien modestos. Una de las razones para ello, es que muchos países del hemisferio norte que son partes de estos regímenes se niegan a admitir explícitamente que las actividades realizadas en sus territorios metropolitanos son las que inciden más directamente en el cambio climático. Como consecuencia, se habla de él, pero no se desea discutir sobre sus reales causas o, peor aún, se pretende que las actividades en la Antártica tendrían algún efecto relevante en ello. Esto lleva indefectiblemente a un diálogo de sordos.
Nuestro país tiene una oportunidad excepcional de contribuir a este debate. Desde hace varios años, al menos tres de las hoy siete líneas de investigación prioritarias del Programa Nacional de Ciencia Antártica (PROCIEN) a cargo del Instituto Antártico Chileno (INACH), se vinculan directamente con el cambio climático. Gracias a ello, la comunidad científica chilena ha podido hacer aportes de relevancia sobre los efectos que se están produciendo y sobre cómo los ecosistemas antárticos se están adaptando a las nuevas circunstancias. Pero ciertamente podríamos hacer mucho más. En momentos en que se discuten tanto el futuro Estatuto Antártico de Chile como la futura Ley de Cambio Climático, parece imprescindible adoptar una perspectiva coherente y coordinada frente a dos desafíos que, siendo diversos, se vinculan íntimamente en un punto esencial: la protección activa del medioambiente antártico y global es la única forma de asegurar en el largo plazo la calidad de vida de cada uno de nosotros y de las futuras generaciones.
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Referencias
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